asomarse al interior de una existencia nórdica

Dentro y fuera: la pared que separa el espacio público del privado se constituye como eje en torno al cual se articulan las diferencias, a veces tan difusas, que separan ambos universos. El espacio privado puede ser origen de represión y cautiverio (cuando Bernarda Alba grita silencio, lo reclama para el único espacio sobre el que reina, que es su hogar) a la vez que terreno fecundo para la libertad y la intimidad, lejos de miradas ajenas que oprimen bajo la norma social. Por otro lado, la aparente mirada hacia fuera puede no ser más que un reflejo emocional, y un paisaje no es necesariamente la expresión máxima del ejercicio de la libertad. Es este exterior del que se protegen los habitantes (No ha de entrar en esta casa el viento de la calle. Hacemos cuenta que hemos tapiado con ladrillos puertas y ventanas) o al que se abrazan sin condiciones (Prefiero llevar sacos al molino. Todo menos estar sentada días y días dentro de esta sala oscura).

En un contexto que nos fuerza a revisar los espacios interiores y a reclamar el área privada como parte de derecho de la existencia, analizar la representación de esos espacios casi dos siglos atrás nos puede servir para reconocer los nuestros propios. Hasta qué punto esos espacios nos hablan de sus habitantes depende de la mirada del sujeto, que es a la vez activo y pasivo: activo en cuanto a agente creativo y autor de la obra, pasivo en cuanto a habitante del espacio privado.

 

 

 

El mundo, o aquel que solía ser, comienza a tomar una nueva forma en las décadas finales del siglo XIX. El viejo continente, a las puertas de las vanguardias y una guerra mundial, entra en una efervescencia que transformaría las estructuras sociales, económicas y artísticas. Stefan Zweig, voz de la generación que fue testigo de cómo caía el armazón de una Europa sin fronteras, diría de la generación de sus padres y abuelos:¡Cómo vivían al margen de todas las crisis y los problemas que oprimen el corazón, pero a la vez lo ensanchan!”. El cambio de siglo supone uno de los terrenos más fecundos y excitantes para la historia del arte, ya que es posible que nunca antes tantas cosas y tan diferentes se dieran lugar en un periodo tan estrecho en el tiempo y el espacio. 

Las mujeres que sacaron los pies del plato

Si ahondamos en el estudio de mujeres artistas, Finlandia es una de las regiones más interesantes por la abundancia de ejemplos en comparación con sus vecinas mediterráneas o centroeuropeas. En el caso de España, en el siglo XVIII, se aprecia una tímida influencia de los movimientos ilustrados, motor de una preocupación cada vez mayor por la educación de las mujeres, con la creación de escuelas gratuitas femeninas; o la proclamación de las Reales Cédulas que, a partir de 1779, permitieron a las mujeres trabajar en todas las ocupaciones «compatibles con el decoro y fuerza de su sexo». 

Sin embargo, la llegada del siglo XIX supone un retroceso en los avances hacia la emancipación de las mujeres. Un ejemplo ilustrativo es la publicación de El ángel del hogar en 1859, una obra de María Pilar Sinués que presenta el ideal de mujer burguesa. Aquí la zaragozana pone de manifiesto los principales pilares de una mujer modélica: los valores cristianos, la fe y la resignación, siendo sus principales objetivos el cuidado de los hijos y del hogar, así como el agrado de los hombres que la rodean.

En realidad, no es necesario irse a la literatura para encontrar reflejos de una existencia que en los libros puede parecer distorsionada: la Constitución y el código civil de 1876 no reconocen a las mujeres como sujeto de pleno derecho, ya que dependen en todo momento de la tutela del padre y posteriormente del marido, incluso con la imposibilidad de administrar sus propios bienes.

Hay que destacar a dos de las pintoras más espléndidas de la España de finales de siglo: María Luisa de la Riva y Fernanda Francés. Ambas especializadas en pintura de bodegones y flores, género muy popular entre las artistas femeninas por la dificultad de acceder a una educación artística superior, ambas ganadoras de premios y menciones en las Exposiciones Nacionales. Esto ha de considerarse como un doble reconocimiento, teniendo en cuenta que dicho género pictórico ha sido siempre considerado de segunda categoría en relación a los grandes géneros, más merecedores de los premios, como la pintura histórica o de carácter mitológico. 

Tanto Francés como de la Riva se consideraban pintoras profesionales. De la Riva se mudó a París en 1880, un entorno mucho más amigable para que una mujer ejerciese dicha actividad, y allí fue miembro activo de múltiples asociaciones de mujeres; mientras que Francés fue profesora en la Escuela de Artes y Oficios y en la Escuela del Hogar y Profesional de la Mujer. La pintura de ambas es un fiel reflejo del microcosmos doméstico en el que se encontraban las mujeres en España. Flores, frutos y jarrones que conectan con los bodegones barrocos de predecesoras como Clara Peeters o Rachel Ruysch, explorando la belleza y la composición de estructuras cerradas, sin espacio a la improvisación. Su pintura no da pie a la rendija o al vistazo, no hay nada detrás del fondo que nos permita imaginar dónde se ubican esas flores o a quién pertenecen; no hay cabida para la intimidad o para reconstruir el espacio privado que habitan las que lo pintan. Adaptarse a las exigencias de una Academia que las negaba partía por acatar las normas de la ortodoxia artística, y ninguna de ellas se aventuró a desviar la mirada lejos del encuadre orquestado. 

En los países nórdicos los planteamientos sobre la situación de las mujeres eran más avanzados. El escritor y diplomático Ángel Ganivet escribió una serie de artículos, recopilados en Cartas finlandesas, en los que narra las costumbres del país escandinavo y las compara con las españolas. Dedicó un total de tres capítulos completos al análisis y estudio de las mujeres. Así comienza la primera de las cartas dedicadas a ellas:

Estas mujeres que habían sacado los pies del plato eran muy críticas con la situación que sufrían sus coetáneas en España. El autor de Cartas finlandesas las defiende en discusiones con sus amigas, alegando que “la mujer, socialmente, es menos que allí, pero en casa lo es todo”. Las finlandesas habían ganado terreno fuera de ese espacio privado que Ganivet reclama como reino para las mujeres españolas: son callejeras, mantienen relaciones con los hombres de tipo intelectual, están tan instruidas como ellos y todas tienen una profesión. Este testimonio se debate entre la admiración y el rechazo por unas señoras muy parecidas a los hombres en su comportamiento, y no sin cierta inquina dice sobre ellas: “De estas mujeres sueltas, algunas se encariñan con la vida libre y sacuden el yugo masculino: comienzan por hablar mal de los hombres; luego compran una bicicleta, y, por último, se cortan el pelo.”

La excepción de las pintoras finlandesas

Mientras en España las mujeres estaban bajo la tutela de sus padres y maridos, en Finlandia había mujeres trabajando de arquitectas en un momento de gran vitalidad socioeconómica y artística para el país. Aún formaba parte del Imperio Ruso y se encontraba en proceso de construir una nueva identidad nacional que desembocará en la declaración de independencia de 1917, y es en el siglo XIX cuando los artistas finlandeses comienzan a tener identidad propia y presencia internacional. En lo que concierne a la educación artística, el desnudo y la clase al natural fueron aceptadas como parte de los programas artísticos para mujeres mucho antes que en el resto de Europa. Los artistas se formaban en su mayoría en París, conectando con el resto de las corrientes europeas, y esto incluía a las mujeres. 

Fanny Churgerg fue una de las primeras en formarse allí, tras pasar por Helsinki y Dussëldorf. Su producción pictórica se orientó, casi en su totalidad, hacia fuera: paisajes emocionales cargados de dramatismo, inspirados por la naturaleza salvaje de su país de origen y los arrebatos románticos alemanes de finales de siglo. Sin embargo, también se interesó por la pintura de bodegones en los últimos años de su carrera. En ellos no hay opulencia, ni excesos, e incluso desaparece el color que caracteriza su obra en la pintura de exteriores. Aquí hay coliflores, cebollas y pescado con una pincelada que se acerca cada vez más al impresionismo, retazos de una normalidad rebosante de sencillez e intimidad. Pocos años después de pintar Naturaleza muerta con verduras y pescado Churgerg dejará de pintar y los últimos años de su vida los dedicó a promover el desarrollo de la artesanía finlandesa. 

 

Su figura, aunque no fue debidamente reconocida hasta bien entrado el siglo XX, fue vital para el desarrollo de otras pintoras. Helene Schjerfbeck comenzósu carrera artística con la mirada puesta en el exterior, el impresionismo de figuras como la de Fanny y sus paisajes y las corrientes europeas de pintura al aire libre. Sin embargo, su pintura se fue internando cada vez más. Siguió el mismo camino que Churgerg, estudiando primero en Helsinki y luego en París, y viajó después por Inglaterra, Italia y Rusia para continuar sus estudios y participar en exposiciones. Su estilo evoluciona del realismo al impresionismo, y de los paisajes pasó a los retratos y los bodegones. Su salud quebradiza provocó que desde 1902 Schjerfbeck viviese aislada en una casa de campo en Hyvinkää con su madre, sin apenas contacto con el resto del mundo. 

Allí encontró la energía creativa que agotó en la capital tras la incomprensión de sus contemporáneos por su trabajo y pasó quince años recluida, sin parar de pintar. Si su carrera despegó con trabajos de carácter histórico de gran formato, que sorprendieron al público por ser la autora una mujer, ya retirada en Hyvinkää su pintura mira cada vez más hacia el interior. Los temás exploran unos espacios habitados por las modelos que tenía alrededor, las mujeres del campo con las que compartía existencia, que aparecen aquí representadas en su individualidad y con la fuerza de lo cotidiano. 

En su obra Niña haciendo ganchillo, fechada en 1904, la figura de pelo rojizo trenzado y vestida de negro ocupa todo el espacio. Concentrada en la tarea pero sin esfuerzo, con unas manos que conocen los movimientos y solo requieren de tiempo y paciencia para seguir con la labor, la niña permanece ajena al espectador y a la escena que se desarolla a su alrededor, fuera del lienzo. A principios de siglo Helene comenzó a desarrollar un interés por los tejidos y las artes decorativas, y participó con la creación de diseños textiles para los Amigos de la Artesanía Finlandesa, la asociación creada por Churberg décadas atrás.

Para las artistas finlandesas de fin de siglo la pintura, el bordado, los tejidos y los textiles eran disciplinas íntimamente ligadas; las mujeres siempre han mostrado un mayor desprecio por esas categorizaciones artificiales y peyorativas que distinguen las artes “mayores” de las “menores”. 

Chicas leyendo lo pintó tres años más tarde y aquí da un paso adelante en la experimentación formal: las líneas se perfilan, los colores se agrupan en bloques y las figuras tienden a la geometrización. Sin embargo, el análisis de la emoción, o su ausencia de ella, así como la potencia de unas figuras que no necesitan permiso para ocupar el espacio, permanece. Las mujeres de la obra de Schjerfbeck leen, tejen y existen; su presencia es corpórea pero a la vez simbólica y explora los espacios de una intimidad que se construye a retazos. Si llegó al estilo expresionista de forma independiente o si conocía las corrientes que empezaban a moverse por Europa es algo que aún se desconoce. En cualquier caso, la fuerza de su obra se enmarca en las vanguardias por la modernidad de sus propuestas, y en las últimas décadas de osu vida su figura se convirtió en uno de los grandes referentes del arte finlandés. 

Ellen Thesleff tuvo muchas cosas en común con Schjerfbeck: ambas nacieron en Helsinki en la década de 1860, ambas seformaron primero en la Academia de Adolf von Becker y posteriormente en París y ninguna de ellas se casó. Sin embargo, a diferencia de Helene, Ellen vivió mirando hacia el resto del mundo. Durante toda su vida viajó por toda Europa y cultivó una red de amistades que abarcaba todo el continente, participando en exposiciones y eventos sociales. Se empapó de las corrientes internacionales y trajo a Finlandia el simbolismo con sus primeros trabajos. Una de sus obras más tempranas conecta con las chicas que leen de Schjerfbeck: la pintora retrata a su hermana Gerda con un libro entre las manos, una figura vestida de rosa que ocupa todo el lienzo. Es una de las aproximaciones más realistas de su obra, que pronto empezará a virar hacia el expresionismo y la experimentación con el color. 

Según sus propias palabras, su objetivo en la vida y en el arte fue siempre la belleza. La encontraba con facilidad en los paisajes, y esta mirada hacia el exterior le permitió imaginar mundos nuevos, en los que la tierra y el cielo se funden y el aire toma cuerpo, esencia, intención. Sin embargo, Thesleff también siguió revisando los espacios interiores de forma intermitente durante su carrera. Estos toman definitivamente la senda del color y los utiliza como una excusa para explorar las perspectivas de la villa familiar, Casa Bianca. Esta casa de verano fue su lugar al que volver tras los inviernos en Europa y la propia Ellen diseñó su estructura e interiores, que evolucionaron con el paso de los años. Allí disponía de un estudio al que solo podían acceder el resto de miembros de la familia con su permiso, muestra del respeto que tenían por su trabajo. Casa Bianca fue el entorno ideal para los procesos creativos de Thesleff y la pintora se sirvió tanto de la naturaleza que rodeaba la casa como de las estancias que poco a poco fue decorando para inspirarse. La mirada atraviesa con facilidad esta pared que sirvió de separación de unos espacios que Thesleff convierte en uno solo: la ventana de su obra Casa Bianca rompe esa barrera.Ellen fue una mujer segura de sí misma que desde los quince años tuvo claro que sería pintora. Confiaba plenamente en su arte y disfrutaba del proceso creativo. Las fotografías que la retratan al final de su vida, rozando la mitad del siglo XX, muestran a una señora a la que poco le importa lo que pueda opinar el que mira: desafiante, y con un punto de aburrimiento, mira a cámara sabedora de que hizo y pintó siempre como quiso. 

 

Del realismo figurativo de Churberg a la explosión expresionista de Thesleff, la pintura de estas tres mujeres nos ayuda a reconocer casi un siglo de evolución artística que se desarrolló en el silencio de lo privado, de la irrelevancia. Pero es un silencio que se vuelve político al nombrarlas ahora como parte de nuestra genealogía feminista, de lo relevante para la historia de las mujeres.

 

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