demasiado guapa para brillar

modelos en la era de internet: de la top despiadada e inaccesible a la despreocupada niña bien que va en chándal

La figura de la supermodelo ha sido comentada por todas (y todos) desde que llegó como un tsunami en la década de los 90, trayendo consigo eso que los adolescentes de la Generación X buscaban: sexualidad, diversión y una nueva manera ampliar sus horizontes a través de revistas manoseadas y pósters pegados con celo en las paredes de sus habitaciones de tres por tres. Claro que ya existían las modelos, pero fue entonces cuando surgió la top. Un selecto club que conformaban solo cinco mujeres, las conocidas como Big Five: Naomi Campbell, Cindy Crawford, Linda Evangelista, Christy Turlington y Claudia Schiffer, un pentágono de
carne y hueso al que después se uniría la jefa del heroin chic, Kate Moss. 

Yo entonces aun era muy pequeña; vivía en un pueblo del sur de Galicia y no tenía internet. Y la verdad es que aquel estándar de belleza me daba un poco igual, quizá porque me quedaba demasiado lejos (también geográficamente hablando): durante la adolescencia, me conformaba con mitigar los brotes de acné y, en la universidad, lo único que me preocupaba era parecerme a Courtney Love y conseguir una chupa de cuero. 

 

Pero a pesar de su poderío, las supermodelos fueron estigmatizadas y divididas en dos categorías (y el mundo pre internet ayudó a fijarlas en el inconsciente colectivo): o tiburón de los negocios, fría e insensible; recordemos esa frase que trascendió de Linda Evangelista: “No nos levantamos de cama por menos de 10.000 dólares al día”; o frívola y con issues, personificada por Moss, también conocida como Cocaine Kate, y su infinitamente comentado “Nada sabe tan bien como estar flaca”. Una dicotomía que la ficción audiovisual se encargó de subrayar y que está presente en chick flicks como Mean Girls, pero también en series como Sexo en Nueva York (el personaje de Samantha no puede ser más Linda Evangelista). De nuevo, mujeres unidimensionales y al servicio de la mirada masculina, aunque a veces pensásemos lo contrario.

Con el paso del tiempo y los excesos de los primeros dosmiles surge la corrección política de los años 20. Aquí, la mayoría de las supermodelos son hijas de grandes fortunas y ya no se llaman supermodelos: las Hadid, Kendall Jenner, Kaia Gerber, Hailey Baldwin… y otras privilegiadas como Emily Ratajkowski, que de clase trabajadora tienen poco. Porque en el siglo XXI, las modelos ya no salen de la nada: aquella historia que nos han contado desde niñas; la de la chica pobre, que ha sido rescatada de la miseria gracias a la afilada mirada de un ojeador occidental ya forma parte del pasado.

 

Pero, a lo que íbamos: ¿qué ocurre con estas nuevas modelos? ¿Son tontas? ¿Frías y sin escrúpulos? ¿Y frívolas? Algo nos dice que no es así y que nunca lo ha sido, pero muchos aun sienten la necesidad de rebajar su poder (el que han conseguido gracias a la belleza y el dinero) humillándolas, para así volverlas más accesibles y manipulables. En resumen: mujeres menos amenazadoras, a pesar de su brillo.

Por suerte, las modelos millennial no están dispuestas a poner la otra mejilla.

Y su imagen pública la deciden ellas, aunque las acusaciones de haber
pasado por el bisturí para desacreditarlas son continuas: tanto Kendall, como las Hadid, Kaia o Emily se dejan fotografiar con un libro bajo el brazo cada vez que pueden. Y no con cualquiera, Jenner ha leído How to Cure a Ghost, de Fariha Róisín, o So Sad Today: Ensayos íntimos, de Melissa Broder, ejemplares de autoficción en donde se narran preocupaciones del primer mundo, escritos por mujeres millennials, con títulos chisporroteantes, y la cantidad perfecta de activismo político. Este es el vibe del momento, pero en la posmodernidad que vivimos también cabe Gigi leyendo a escritores existencialistas franceses, porque como apuntaba Alba Correa en Vogue, “Camus, aunque haya a quien le pese, no está reservado para nadie en especial”.

 

 

Alba, además, nos recuerda que “tal vez la cuestión que subyace no es si Gigi Hadid ha leído o no Albert Camus, sino que alguien pueda pensar que no es capaz de hacerlo por su vinculación profesional con la moda, o por la forma en la que decide gestionar la exposición de su cuerpo”. Y es aquí en donde debemos pararnos, porque, desde el comienzo de los tiempos, las mujeres y la belleza se han llevado mal, ¿o no? En realidad, no son ellas las que sufren al ser guapas y listas, es la imagen pública la que se niega a congraciar ambas facetas.

Son además personas que en ocasiones reducen el artificio al mínimo para así subrayar su innegable atractivo, como siempre ha hecho de manera magistral Sinéad O’Connor.

Y entonces, ¿por qué si eres guapa, te acusan de ser tonta? Esta premisa, que ahora ya nos parece una ridiculez, acompañó durante mucho tiempo a las mujeres que tenían rasgos bonitos o cuerpos normativos. Pero también a lo largo de la historia, nos hemos encontrado con infinitos casos en donde a las consideradas como rubias tontas, por ejemplo, a Marilyn, se le ponía el
Ulysses entre las manos, para que su imagen sufriese un upgrade y así fuese perfecta. A Monica Vitti le ocurrió lo mismo en los 80, después de ejercer de musa de Antonioni durante años.

Esta necesidad de catalogarnos como guapas y listas, que, como vemos, no es nueva, distingue a las  mujeres entre las que están buenas y molan, y luego todas las demás.

En el porno, la actriz estadounidense Sasha Grey encarnó este deseo masculino: ella encajaba a la perfección con esa idea de tía guapa y huesuda, que además de ser una gran felatriz, es intelectual, amante de la Nouvelle Vague, y por si fuera poco escribe. Resulta que yo misma caí en el engaño: me compré La sociedad Juliette en la librería Encontros, de Santiago de Compostela, y ni siquiera poniéndole ganas pude mostrar el más mínimo entusiasmo. El libro, publicado en 2013, hace honor a su título: la sociedad secreta Juliette la integran hombres poderosos (que ahora llamaríamos machirulazos de primer orden) que buscan su propio placer. Hasta sus instalaciones se desplaza Catherine, joven estudiante de cine y muy sexual, que me recordó bastante a Anastasia Grey de 50 sombras de Grey. Aquello no funcionaba, ni siquiera para una universitaria con ganas de vivir emociones fuertes como yo. El deseo masculino está muy presente en todo el libro, a pesar de que la autora es una mujer feminista; es una pena, pero al menos la portada es de color pastel.

En el panorama estatal, Amarna Miller encajó perfectamente en el nicho de guapa y, en este caso, activista. De repente, una tía que disfrutaba con el sexo también podía ser feminista. Pero también todo lo demás (inserte aquí sus deseos). O lo que es lo mismo, cualquiera diría que aquella eterna dicotomía, que tan bien definió la modelo e intelectual Patrícia Soley-Beltran en su ensayo ¡Divinas! Modelos, poder y mentiras (2015) estaba cada vez más cerca de realizarse.“Sobre el pupitre, dos posibles modelos de rol: no sabía si quería ser irresistiblemente seductora como Rita Hayworth, o aguda y penetrante como un intelectual francés, de esos que aparecen en televisión y te dejan boquiabierta con su sagacidad. Esta, en apariencia, descabellada disyuntiva tenía puntos de unión: las cámaras.” 

Y aunque, en la actualidad, estas dos facetas se han encontrado en infinitas ocasiones, bien es cierto que la mayoría de campañas muestran (recordemos una de Zara en donde las modelos aparecen cansadas) a una mujer dispuesta a agradar, sin gestos que sugieren esfuerzo ni concentración.

El problema y sin ánimo de ser aguafiestas, es si este nuevo modelo de mujer, que no deja de ser un estereotipo unidimensional, responde a las
necesidades de los hombres o del sistema capitalista que nos explota por partida doble (o triple). Es decir: ya no sirve con ser guapa y tonta, ahora tenemos que estar buenísimas, a la última de las novedades literarias, y además disfrutar del sexo sin complejos y beber a morro.Eso, para la galería;ya lo que seamos nosotras es otro capítulo aparte, porque, ¿acaso a alguien le importa?

Una perversión que cristalizó frente a mí después de leer Perdida, de Gillian Flynn.             En este libro de novela negra, la protagonista se comporta como esa girl next door que además de tener una belleza despreocupada, es complaciente, y cumple a la perfección con las expectativas del hombre hetero medio. Una estratagema con la que consigue todo lo que se propone: entre muchas otras cosas, enamorar hasta las trancas a ese hombre que tan bien encaja en la ficción con la figura de Ben Affleck.

La verdad es que yo jamás he sabido cómo hacerlo; las pocas veces que intenté convertirme en esa mujer súper nice, que recordemos que no existe, la verdad es que no conseguí engañar a nadie, a pesar de que me hubiese ido mejor en muchos momentos. Después de 33 años, sigo sin ser esa vecinita que muchos hombres desean, y me temo que así seguirá siendo. Per saecula seaculorum, amén.

 

 

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