tengo 30 años

Tengo 30 años y tan solo llevo 17 en internet. Cuando nací nadie envió mi foto por Whatsapp al grupo familiar, ni siquiera me dedicaron una publicación en su muro de Facebook, ni mucho menos subieron un story para prevenir al mundo de mi llegada. Tuve que esperar hasta los 13 para asumir la autoridad informática y adiestrar a mis progenitores en el uso de las nuevas tecnologías. Yo, que he visto nacer y morir el chat de Terra, formo parte de esa generación que aprendió a utilizar con destreza el teclado del ordenador gracias a las conversaciones interminables de Messenger. Que agudizó su sentido de la retórica con el único objetivo de mejorar la elocuencia de sus estados y que comprendía la magnitud de ser invitado a “iniciar el envío de imágenes de la cámara web”.

 

 

 

 

Yo, que recuerdo el día en el que mi teléfono se conectó al wifi por primera vez, conseguí mudarme de ciudad tras realizar una entrevista de trabajo por Skype. Encontré piso sin pisar una inmobiliaria y Facebook me ayudó a repasar de forma exhaustiva la vida de la persona con la que compartiría alquiler antes de firmar el contrato. Yo, que me he enamorado gracias al algoritmo de Tinder y cuando me he quedado sin palabras he finalizado la conversación con un emoji. Yo, que clasifico mis sueños en tablones de Pinterest. Yo, que la banda sonora de mi vida se reproduce en una lista de Spotify. Yo, que he sustituido el maquillaje por los filtros de Instagram. Yo, que incluso me familiaricé con Snapchat para defender las virtudes de esta herramienta ante un cliente. He hallado el camino a seguir gracias a Google maps y he encajado mi ira en 140 caracteres de la mano de Twitter. Yo, que cuando en mi vida analógica cometo un error pulso de forma instintiva, me pregunto, ¿cuándo he dejado de simbolizar la novedad? Me pesa reconocer que me asustan los niños que aprenden a desbloquear el móvil de sus padres antes de echar a andar. Que en lugar de mancharse las manos de pintura, arrastran sus dedos por la pantalla de una tablet y guardan silencio en un restaurante absortos por las imágenes que les brinda el 4G.

Admito que he cubierto mi cupo de perfiles y que me abruma exhibirme bajo una nueva dimensión. Que ya no estoy para trotes ni bailes delante de una cámara, que por cada nuevo challenge de Tik Tok, me descubro una cana.

Que si un día yo muero, bastará con recopilar las biografías de mis redes y la historia de mi vida ya estará escrita, un compendio de descripciones narcisistas aptas para maquetar e imprimir.

 

 

 

Facebook

Antes, todo esto eran campos, ahora, un cementerio de elefantes. Si has llegado hasta aquí buscando saber más de mi, abstente, mi yo contemporáneo habita en otras redes.

Twitter

Es de buena educación escribir con la boca llena y hablar con las manos vacías.

Instagram

Hija de un gremlin y un hombre lobo, por favor, dejad de llevarme a parques acuáticos en noches de luna llena.

Airbnb

Viajera limpia y aseada. Mi casta social es la clase turista. Mi vida entera cabe en el equipaje de mano, así que no te asustes, viajo sin objetos punzantes.

Tinder

Humana polivalente. Lo mismo me encuentras degustando sushi mientras escucho a Miles Davis que comiendo atún directamente de una lata al ritmo de Nino Bravo.

WhatsApp

A no ser que no tengas manos, no voy a escuchar tus audios.

LinkedIn

Escribiendo mails desde 2012, ¿dónde me veo dentro de 5 años? Espero haber dejado de sufragar las listas de bodas de mis amigos.

 

¿No será este mi testamento digital? Tengo 30 años y hoy me han llamado señora.

 

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