cosas de chicas

Más de una vez he leído a Sara Ahmed decir algo que puede sonar a obviedad: que no solo es importante saber dónde y cuándo nos encontramos con el feminismo, sino de quién nos viene y hacia dónde nos lleva. Esto implica entender el feminismo de forma contextual, ligado a un archivo de experiencias, saberes, dudas, violencias, personas y prácticas. Ahmed habla de “conceptos sudorosos”: nociones que no son solo abstracciones teóricas, sino formas de reorientarnos en el mundo, ideas que se nos pegan al cuerpo y visibilizan la incomodidad que sentimos. Como escritora feminista, ella cree que su tarea es quedarse en la incomodidad, seguir explorándola, exponiendo conceptos desde el cansancio y la irritación.

Aquí quiero volver a un archivo personal de experiencias y dudas, de saberes y violencias, de escritoras y escritos, para juntar algunas ideas que me incomodan sobre lo que significa ser una chica, hacer cosas de chicas, estar del lado de las chicas

Hace cosa de dos años estábamos grabando un vídeo que representara a la Fronde, una revista feminista que acabábamos de abrir. Le preguntamos a varias mujeres lo que significaban para ellas algunos conceptos que considerábamos relevantes. Por ejemplo: “¿qué significa para ti el feminismo?” Andrea, a la que en ese entonces no conocía demasiado y ahora se ha convertido en una buena amiga, dijo que para ella había sido una palabra importante cuando salió de su colegio de chicas y se encontró con la realidad: un montón de hombres que hacían cosas desagradables. 

En aquel momento lo de haber ido a un colegio solo con niñas, con un patio en el que no existiera el miedo a los balonazos, con un espacio amplio y no limitado por aquella jungla de agresividad masculina, me pareció una extravagancia. Pensaba en mi madre, mi abuela y no se cuántas mujeres más que conocía y que habían ido a colegios solo para chicas. Sin embargo, lo que hasta ese momento había contemplado como una marcada desigualdad, poco a poco se ha ido convirtiendo en algo completamente distinto, un paraíso mental del que me cuesta escapar.

Hace poco volvió a mí este recuerdo viendo Las niñas de Pilar Palomero. Cierto es que hay escenas desagradables y nada envidiables, como esa en la que un médico les quita la ropa delante de sus compañeras y sus cuerpos son sometidos a escrutinio por ellas mismas y por las demás; pero no pude evitar sentir envidia por ese lugar tan protegido: un colegio sin niños. 

Soy consciente de hasta qué punto es problemático. Tener colegios segregados por géneros implicaría una vuelta atrás nada beneficiosa para las mujeres: estar separadas significa estar marcadas por la inferioridad. También porque es absurdo pensar que dentro de los grupos de niñas no existen conflictos dramáticos, relaciones de dominación y que, de una forma u otra, el espacio acabaría por repartirse de alguna manera. Pero quizá sirve poner de manifiesto la necesidad de espacios no mixtos –no por casualidad llamados espacios seguros– mientras en aquellos supuestamente neutrales muchas de nosotras nos sintamos ninguneadas, silenciadas,
apartadas, acosadas, violadas. La posibilidad de un espacio donde nuestro cuerpo no se sienta vulnerable – un patio de escuela, una calle o una discoteca– no tiene nada que ver con el desprecio a los hombres, sino con una reclamación de justicia. Al menos, así estaría claro que la solución no está en que nosotras aguantemos pacientemente, mientras desde niñas nos repiten aquello del “boys will be boys”, sino en que ellos dejen de ningunearnos, silenciarnos, apartarnos, acosarnos, violarnos. Y entonces sí, podríamos bailar juntos en amor y compañía. Ser felices y comer perdices.

Tengo una prima de catorce años que lleva desde los nueve jugando al fútbol. El primer año había cuatro chicas en su equipo, el segundo año lo dejó una de ellas, el tercero ya eran solo dos y el quinto se quedó ella sola jugando con los chicos. Cada vez que se producía una de estas salidas ella pensaba en hacer lo mismo, pero finalmente seguía, le gustaba mucho jugar al fútbol y se sentía cómoda en el equipo. Este año, le comunicaron que no podría seguir jugando en una categoría mixta porque pasaban a ser cadetes: si quería continuar debía buscarse un equipo en el que solo jugaran chicas. Como no vive en una gran ciudad, no tenía muchas opciones. Finalmente le concedieron una excepción para permanecer dos años más en el equipo, solo hasta la siguiente categoría. Ahora juega con chicos y contra chicos. Cuando le pregunto por WhatsApp qué tal lo lleva me dice: “la verdad es que este año no tengo tantas ganas como otros pero bueno. Me gustaría que hubiese más chicas”.

La admiro por seguir ahí. Pero también es doloroso pensar que es el ejemplo perfecto de cómo tantas son directamente expulsadas de la posibilidad de seguir divirtiéndose, de conseguir el éxito; y que las que siguen ahí sólo pueden hacerlo en calidad de niñas fuertes y luchadoras. Qué harta estoy de la frase “destacar en un mundo de hombres”.

Hablemos de nuevas masculinidades, del deseo de transformar la masculinidad pero siempre, siempre, siempre conservarla. Del sorprendente éxito que acaparan estos discursos últimamente frente a lo ridículo que sonaría, en cambio, si alguien hablase de nuevas formas de ser blanco, de reconstruir la blanquitud o de ser mejores blancos –aplíquese aquí cualquier sistema de opresión–. Me remito a lo que apuntaba June Fernández sobre algunos eslóganes contra la violencia de género: “Cuando maltratas a una mujer, dejas de ser un hombre”, ¿en serio? ¿Entonces cuando soy racista dejo de ser blanca?. “El feminismo te hace más hombre”, ¿en serio? ¿Entonces el antirracismo te hace mejor colono?

Por qué tanto apego a la masculinidad, señores. Quién quiere ser un hombre-de-verdad, signifique lo que signifique eso. Pregunto: ¿qué os pasa con la feminidad? Y sobre todo: ¿por qué no hacéis cosas típicamente femeninas como limpiar el baño en lugar de seguir haciendo cosas típicamente masculinas como escribir un libro sobre cómo ser mejores hombres? 

Esta última sería una pregunta capciosa, o un falso dilema, si no se siguieran despreciando los cuidados y las relaciones de dependencia como la herencia de una feminidad esencialista de la que debemos desprendernos sin remedio. ¿Puede tener éxito la lucha contra el sistema binario de géneros mientras perviva en la estructura una marcada misoginia, un desprecio marcado por lo femenino y hacia unos cuidados feminizados? 

Una historia basada en hechos (más o menos) reales:

Un día de 2019 siete mujeres acudieron a una sesión de fotos para una revista. Toda la ropa que se encontraron en el estudio era rosa. En la foto final salían seis mujeres vestidas de rosa mirando a cámara sonrientes. A algunas no les pareció adecuada la elección del color, argumentaban que sumado a la actitud de sumisión de las posturas corporales parecían algo débiles y poco empoderadas. A otras les parecía que el rosa no era un color a despreciar y que solo era una foto más. Todas tenían razón. El conflicto quedó resuelto solo a medias.

 

 

 

 

 


Cosas que son rosas: 💞👅👄🐽🌸🌷🍧🍠🍬🏩💒🎀👙👚👛🛍️

💅🏼  El ordenador con el que escribo este texto.  La silla en la que estoy sentada.  El jersey que llevo puesto.  El bote de una de las fragancias femeninas que veo desde aquí.  Muchos libros de mi estantería que están escritos por mujeres.  La cocinita con la que jugaba de pequeña.  Un chicle de fresa.  Peppa Pig. Una rubia muy legal. El lazo que simboliza la lucha contra el cáncer de mama. La ropa que llevan las amigas de Regina George los miércoles en Mean Girls. El descapotable de la Barbie.  El color preferido de mi prima pequeña hasta los diez años.  Los pussyhats del movimiento
feminista contra Donald Trump  💅🏼

 

Existe una campaña en Reino Unido con el nombre ‘Pinkstinks’ – traducido sería algo así como “el rosa apesta”– cuyo objetivo es denunciar los estereotipos de género que marcan los juguetes según a quién vayan dirigidos. Encuentro desafortunado utilizar el color como blanco fácil, por el subtexto que este rechazo trae consigo. El problema no es la caja rosa que contiene un bebé dentro; el problema es que desde que tenemos tres años nos regalan bebés: ser mamás y cuidar de niños es nuestro entretenimiento. Por eso, a nadie le extraña escuchar decir a una mujer que desde que tiene conciencia ha tenido el deseo de ser madre. Él arqueólogo, ella mamá.

 

Yo digo que el rosa está bien, que las cosas de chicas están bien, que ser madre está bien. Pero que alimentar la idea de un supuesto destino biológico en las niñas, asociarlo a un color y a un ideal de feminidad completa no está tan bien.

Ivanka Trump apareció en una reunión del G20 en 2017 con un vestido rosa y lazos enormes en las mangas. En televisión, una periodista comentó: “Ese no es un vestido para ir a trabajar. No es un vestido hecho para salir al mundo y cambiar las cosas. Es un vestido diseñado para presumir de una feminidad infantil, y ya sabes, que dios la bendiga, que presuma de ello, pero entonces que no nos diga que está batallando por hacer un sitio en la mesa a las mujeres, porque no lo está haciendo”.

No seré yo quien defienda ahora a Ivanka Trump, pero sí entiendo la reapropiación de los femenino, de lo rosa en este caso, como algo valioso.        Lo cierto es que llevar pantalones fue una conquista feminista, llevar ropa de hombre, negra, elegante.

Entramos en su mundo, en el mundo de lo importante, y lo hicimos a base de renuncias. Tener que vestir con discreción en el año 2020, ajustándonos a un cánon estético desfeminizado para ser escuchada en un grupo de hombres, es tan grave como ser expulsada del grupo por ser mujer.

“No vayas de rosa mañana, ni seas tan dura, creo que los ataques son excesivos”. Esta fue la advertencia personal que recibí del rector de la universidad en el ensayo general de un proyecto que presentaríamos al día siguiente en Atresmedia. Llevábamos meses preparando aquello: éramos cinco alumnas y allí nos recibirían ocho hombres y cero mujeres del consejo de administración. Mi función consistía en argumentar por qué una cadena de televisión generalista debía actuar también como servicio público, e incluía algunos mínimos ataques a la cadena porque considerábamos que no lo estaban haciendo bien en ese momento. El rector que supervisaba el trabajo parecía convencido de la presentación el día anterior. Pero no dudó en cogerme del brazo al salir del ensayo para decirme que estuviera más tranquila, que “los ataques son excesivos” y que no llevara la ropa de color rosa como ese mismo día. 

Fuimos todas vestidas igual, con una camiseta blanca y unos vaqueros. En realidad, ya habíamos tomado la decisión del atuendo que luciríamos antes de aquella advertencia. Éramos mujeres pero sabíamos elegir la ropa adecuada para presentarnos delante de ocho tíos y parecer profesionales. Nuestra propuesta era un programa en prime time con contenido social de distinta índole. Obviamente, no ganamos el concurso. Tampoco la noticia fue recibida como un drama: el premio que ofrecían eran unas prácticas para pasarse el verano trabajando en Atresmedia. Pero hubo una sorpresa final: a mi y a otra compañera nos contactaron al día siguiente. Resulta que si les llamabas la atención también podías hacerte con el premio –¡unas prácticas!– aunque tu programa fuera una mierda para progres. Es decir, les habíamos llamado la atención con nuestra camiseta blanca, vaqueros y actitud calmada sin ataques excesivos. Resultó bastante frustrante. Por suerte, yo ya tenía otras prácticas esperándome en una revista donde solo trabajaban mujeres y donde, además, pagaban el doble, así que pude permitirme decirles que no, gracias.

 

 

Pienso mucho en esto, en esa dignidad demente por resistir que tienen las chicas.

 

 

 

Esta es la única respuesta posible –que no necesariamente correcta– a la que consigo acceder: seguir haciendo cosas de chicas, estar a favor de las chicas, es elegir una genealogía posible, un archivo de dudas, un compromiso con aquellas vidas del pasado que queremos continuar. 

 

🙏🌷 visual404 es un medio autogestionado.

Las colaboradoras de este número han sido remuneradas.

Ayúdanos a hacer otro número posible 💸