un lugar común

Un espacio no puede borrar a otro, pero puede arrinconarlo. También los espacios ocupan un lugar, En otra dimensión que es más que espacio. Hay espacios con una sola voz, espacios con muchas voces y hasta espacios sin ninguna. Pero todo espacio está solo. Más solo que aquello que contiene. Aunque todo espacio se confunda al fin con todo espacio. Aunque todo espacio sea un juego imposible, porque nada cabe en nada. (1)

 

 

 

Gotelé

Me despertaron de un golpe húmedo cuatro tiarrones sucios con la ropa toda churreteada. Qué frío. Deslizaban un rulo empapado en una densa pasta color blanco nuclear. Patinaban por mi dermis con movimientos leves pero la sensación helada que los acompañaba era difícil de soportar. Apenas hablaban entre ellos. Comentaban el bocata que irían a comer. Chorizo y lomo con queso. Del malestar me quedé traspuesta, dormía y despertaba, dormía y cuando despertaba me desmayaba de inmediato en el delirio de tantos días de experimentos.

Desperté y ya no estaban aquí. Mi cuerpo estaba ahora cubierto por erupciones duras como piedrecitas. Mi piel, antes sedosa y nueva, lucía de repente como el cutis de un adolescente, rugoso y cubierto de espinillas. Supuse que aquello era lo que me habían estado haciendo.

Al poco tiempo llegó una pareja de jóvenes sonrientes, bien vestidos. Esa tarde el sol cruzaba todas mis entrañas e impactaba de lleno mis poros. Era un sol de los cálidos, no de los ardientes que me queman trozo a trozo, tan molestos a veces. A la pareja le acompañaba una tercera persona, que sin soltar su carpeta y bolígrafo en mano, les comentaba lo apuesta y estimable que era yo. Y ya veis la luz que tiene. Mantiene el calor en invierno y el frío en verano. La zona es un lujo. Es perfecta para formar una familia. Ella, la mujer de la pareja, acarició mi superficie acneica sin levantar la palma de la mano durante un segundo en el que se paró el tiempo. Qué gustito me dio. Acto seguido dijo sin llamar la atención: Las pintaremos de amarillo claro. Quedará preciosa.

Llanto

Primero llegó el niño y después la niña. La del niño fue una llegada muy serena. Mientras aprendían a lidiar con un bebé se esforzaban en decorarme y acicalarme. Desenvolvieron del plástico el sofá beige del salón con el entusiasmo de un niño al abrir los regalos en navidad. La vajilla nueva regalo de bodas, las sábanas con ribetitos, la televisión cuadrada, el cuadro que dudaron tanto en comprar.

La llegada de la niña fue diferente. Menudos bramidos. La miraba y pensaba ¿a qué viene tanto quejido, niña? Todo el día la estaban acariciando la carita, limpiando el culito, hablando bajito, besándole la bolita que tenía por nariz, dándole de comer.

El niño conseguía detenerle la llorera mejor que sus padres. Se acercaba a la cuna y le decía calmado e inexpresivo: no llores, venga, no llores más. Y ella se le quedaba mirando con los ojos como dos manzanas jugosas, enamorada de su propio reflejo en la mirada de su hermano mayor.

La maldita condena del frío y el rulo empapado volvieron en más de una ocasión solo que con otros señores, y cubos con pasta de otros colores dentro. Pero los granitos nunca me los quitaron. La niña por las noches me los pellizcaba y rascaba con las uñas hasta levantar la capa que cubría desnudándome levemente, pero no me importaba. A decir verdad en esa época estaba vestida de un color que detestaba, ellos lo solían llamar rosa bebé.

La niña, siendo ya menos niña, acostumbraba a quedarse dormida siempre pegada a mí, cuerpo con cuerpo, las dos juntas. En invierno me daba calor y en verano le daba yo fresquito a ella. Había noches que hablaba en alto. Una época jugó a rezar y pedirle cosas a gente que había muerto. Por favor, abuelo, haz que siempre estemos bien. Otra época fingía conversaciones y discusiones adultas imitando las películas que también veía noche tras noche en su cama. Con su hermano mantenía un extraño diálogo que me atravesaba. Él desde su habitación me golpeaba flojo. Toctoc. Y al escucharlo ella me golpeaba de vuelta para responderle a él. Toctoctoc. Y así estaban un buen rato hasta que alguno de los dos se cansaba o se quedaba dormido.

Una noche asustado el niño le dice a su padres que ha visto un fantasma. Los fantasmas no existen, cariño. Pues yo he visto uno. Vuelve a la cama, solo ha sido un mal sueño.

El niño me agujereo muchas veces, no eran agujeros muy profundos pero el pinchazo según si era con chincheta o con clavo molestaba más o molestaba menos. Debido a este procedimiento disminuyó mi campo de visión en su habitación al taparme con carteles de grupos de música o camisetas de su jugador de fútbol favorito. Cuando por fin se hartaba de lo que tenía colgado y lo quitaba tenía, como mucho, unos minutos, a veces días, para verle la cara antes de que tapara la pared con algo nuevo. Ahora con un poco de barba, ahora se ha puesto gafas, ahora con el labio roto, ahora más triste, ahora mirándome con la mirada perdida,  ahora acompañado de una chica, desnudos.

Al caer la noche, cuando el sigilo lo envolvía todo, el padre se escondía en el salón con la puerta entreabierta. Hablaba por teléfono muy bajito, qué difícil era escucharlo. La niña se asomaba sin hacer ruido, y se quedaba mirando la silueta oscura de su padre de espaldas a la puerta, susurrándole palabras dulces a la persona al otro lado del teléfono.

Una mañana, estando los niños todavía abrigados bajo sus colchas, el padre le dijo a la madre que se tenía que ir, y que era para siempre. Ese día la madre sí que lloró. Los sollozos fueron peores que los de la niña al nacer. Y ni el hijo con sus dotes para consolar, ni la hija pidiéndole por las noches a gente muerta que la animaran volvieron a ver a su madre tan radiante como aquellos primeros años.

Vómito

Qué asco. Qué bochorno. Qué tufo. Olía a infecto y a tripas sueltas y me había salpicado. Los chicos estaban de pie, como dos estatuas sólidas y planas en sus habitaciones, escuchando los espasmos de su madre sin pestañear. El ambiente se cargó de miedo y cuando uno de los dos se atrevía a atravesar el umbral de la puerta, recorrer el pasillo y llegar hasta su madre, se la encontraban así, agachada con la cabeza metida en el wáter, sujetándose el pelo con las manos y llorando lagrimones de todos los colores por la boca, por los ojos y por la nariz. Vete a dormir, cielo, que mañana tienes que madrugar. Mamá está bien.

Eco

Los chicos empezaron a pasar cada vez menos tiempo aquí y siempre estaban de mal humor. Su madre les decía esto no es un hotel. Pero ellos no escuchaban y cada vez venían menos y cada vez hablaban menos.

El día que la hija decidió marcharse la madre le preguntó que por qué tan pronto, eres tan jovencita. Estar aquí me hace enfadar y sentirme pequeña. Indefensa. Así que se fue y desde entonces solo ha vuelto de visita y la visita suele ser rápida y por encima. Excepto cuando nos quedamos solas la hija y yo y miramos los álbumes de fotos de cuando era niña o abre los cajones de su escritorio y descubre objetos olvidados y se avergüenza de las cartas que escribía cuando dormía pegada a mí.

El hijo no tardó mucho más en hacer las maletas. Se llevó hasta su cama, dejándome a la vista de todos una marca negra que solo se iría si volvieran otros cuatro tiarrones con sus pinceles y cachivaches a molestarme otra vez.

Así fue como la madre y yo nos quedamos solas, solísimas, y dentro de mí resonaba un vacío muy raro y las puertas cuando se abrían retumbaban en cada uno de mis huecos.

Cómo me mimaba esos días. Atenta, cerraba las cortinas a la hora precisa para no asolarme  y con un paño me quitaba el polvo de encima.

Otros días, los días malos, sentía que la tenía como prisionera y cuando hablaba con sus hijos por teléfono decía “se me cae la casa encima. No lo aguanto más”. ¡Pero yo no hacía nada diferente!

Vacía

La hija decidió quedarse con la cómoda de su habitación, un souvenir – una casita típica del barrio de La Boca en Argentina – que le trajeron sus abuelos y la lámpara de su mesilla de noche. El hijo se llevó sus libros, alguna sartén de la  cocina, y algo de ropa que todavía estaba aquí. La madre se deshizo de los álbumes de fotos después de repasarlos todos a conciencia. Vi a la hija guardarse, sin que su madre se enterara, una foto de la boda de sus padres.

Vendió algunos muebles, tiró los discos, cámaras de fotos, cintas de vídeo caseras, todo lo que todavía quedaba del padre, los libros, las revistas de viaje que coleccionaba. Regaló cosas a sus amigas, como las copas caras que nunca había sacado de la caja, figuritas, bisutería, una alfombra… tonterías. Me limpió de arriba abajo, cada esquina, cada hueco, cada agujero hasta que ya casi no quedaba nada más que ella.

Uno de esos días vino la hija y discutieron. La habitación de la madre escupía montones de ropa y mientras trataba de ordenarla en cajas y maletas lloraba. A dónde voy a ir ahora, esta es nuestra casa, no quiero venderla, cómo he llegado hasta aquí. No pasa nada mamá, todo va a salir bien, irás a un sitio nuevo, más pequeño, y será solo tuyo y podrás ponerlo como te gusta, todo nuevo para llenarlo de cosas nuevas. Yo no quiero cosas nuevas, me gustaba lo que tenía aquí. ¿Qué es lo que te gusta tanto de esta casa? La historia, tenemos historia.

Acuchillar

A lo lejos escuché a unos tipos riendo entre ellos. Los ubiqué en el pasillo. Vestían de blanco y azul, los dos iguales, uniformados. El de arriba de la escalera llevaba una gorra pringosa y encorvado le enseñaba al otro un vídeo de caídas en su móvil: un joven haciendo una pirueta en bici, un perro se estampa contra una pared, un niño se sube a un columpio que se rompe, una chica subida a un patinete que a su vez está encima de una cama elástica, un hombre surfea en una torre a base de colchonetas de gimnasio, una pareja se resbala en una roca mojada que da al mar.

Venga vamos a seguir que todavía nos queda pintar. Entregan la casa la semana que viene.

 

  1. Poema de Roberto Juarroz.
  2. Las imágenes perteneces a las películas ‘Visita ou Memórias e Confissoes’ (Manoel de Oliveira, 1993), ‘A ghost story’ (David Lowery, 2017), ‘Las uvas de la ira’ (John Ford, 1940), la serie ‘La innegable verdad’ (Derek Cianfrance, 2020) y la entrevista ‘73 questions with Kim Kardashian West (ft. Kanye West)’ de la revista Vogue.

 

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