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Durante el estado de alarma, un sector de la población nos hemos visto confinadas en el deseo. Somos las que vivimos solas o compartiendo piso con personas a las que no podemos tocar. También somos las que convivimos con alguien a quien no deseamos, o no tanto, o no de esa manera. 

Muchas de las confinadas en el deseo somos jóvenes, parte de una generación que, según la revista científica Archives of Sexual Behavior, folla poco. Cada vez menos. “Contra todo pronóstico”. “Inactividad”. “Declive”. “Falta de deseo”. “Recesión sexual”. “Japón”. 

Los primeros días fueron excitantes: por la novedad del encierro, por las propiedades ficticias de la situación, por la negación ante la perspectiva de permanecer dos ridículas semanas en casa—“Esto yo no lo aguanto”—, pero también, y sobre todo, por la prohibición. 

Uno de aquellos días, entrada la noche y con los labios morados por el vino, tanteé a un ligue de Tinder. Calculamos la distancia que separaba nuestras casas. Si corríamos, podíamos llegar a casa del otro en 12 minutos. Yo me puse a mil, él no lo sé. Me asomé a la ventana y miré mi cazadora varias veces. Al final caí rendida en mi cama, borracha y con el cuerpo en llamas. Y cuando digo cuerpo me refiero esencialmente a mi cerebro.

 

Muy pronto las escenas que fabricaba mi imaginación empezaron a solaparse con las noticias. La fantasía se hacía realidad en forma de titulares sobre orgías clandestinas y polvos en el fotomatón. Como si fueran fetiches, empecé a coleccionar pantallazos de noticias sobre encuentros sexuales intervenidos por la ley. 

No podía evitar morderme el labio y no podía evitar pensar en los individuos que estarían completando con éxito todo tipo de misiones lujuriosas en la gran ciudad. También me preguntaba cuánto de ese deseo había sido provocado por el estado de alarma. ¿Estábamos más salidas por las ganas acumuladas, o por el hecho de saber que no debíamos encontrarnos? En medio de una alerta sanitaria, ¿era la desobediencia sexual algo irracional y egoísta, insolidario, o toda desobediencia es siempre un poco útil? Transgredir el estado de alarma para follar, ¿no era algo muy romántico?

Con el paso de los días yo también sacralicé el tacto. Por la radio recomendaban tomar el sol para mantener los niveles de vitamina D y yo me preguntaba si no me estarían bajando los niveles de otra cosa con tanta falta de contacto físico. Me sentía frágil, gaseosa. Me dormía abrazada a mí misma. 

Un día, el sexting estalló en mi móvil como nunca antes lo había hecho. Me descubrí posando con lencería de Rihanna y mascarilla protectora, mandando nudes a un chico con el que había estado una sola vez. Hubo una tarde en que al bajar a la calle me costó caminar, me fallaban las piernas de tanto masturbarme. 

El chico y yo nos boicoteábamos mutuamente los horarios, nos poníamos en aprietos alimentando un deseo irresponsable. Ese deseo lúdico y febril, estaba segura, no existía antes del confinamiento. 

Mi novio me dejó el verano pasado, en pleno incendio del Amazonas. Fue un golpe brutal e inesperado. Era el fin del mundo y yo estaba sola, o quizás era el fin del mundo porque estaba sola. En todo caso, estaría sola en los futuros juegos del hambre. Si algún día tenía que atravesar fronteras con tres abrigos superpuestos y rastas naturales, en la recta final de mi fertilidad y en medio batallas por bidones de gasolina, tendría que cuidar de mí misma y con eso no había contado. Nuestra relación era un ecosistema vivo y él la había arrasado. Él era Bolsonaro y mi cuerpo un bosque hecho cenizas.

Ahora yo vivía en la intemperie, al raso. Podía ver las cuevas calentitas a lo lejos, las relaciones de pareja, todas con sus con hogueras encendidas de distintos tamaños. 

Por entonces no tenía ningún interés en interactuar con otras personas y menos aún con otros hombres, todos aburridos, pesados o potenciales agresores. 

Cuento esto porque cuatro meses después, una noche, me drogué bastante. Terminé con dos desconocidos en la cama, nos tiramos un día entero en mi habitación con las ventanas cerradas y sin saber qué hora era. Gocé como nunca. Me sentí deseada y cuidada como hacía mucho que no me sentía. Me sentí libre —libre de follar sin pensar en cómo se ve mi cuerpo: libre de usar mi propio cuerpo para pensar—. ¿Acaso había resucitado?

El dolor volvería, aún está aquí, pero a raíz de aquella noche me di cuenta de algunas cosas, por ejemplo de lo poco que esperaba de los encuentros sexuales con extraños, como si inconscientemente hubiera demonizado cualquier espacio fuera de la pareja. 

También me dije que es más difícil salir de una relación cómoda que de una incómoda. Y confirmé una antigua sospecha: en algún momento de todos esos años de noviazgo había sacrificado mi propio placer, había sepultado mi deseo para no perturbar el confort de la relación. En la práctica —nunca en la teoría— me había convertido en una monja de treinta años. Y encima yo no tenía ningún Dios.

Dice Cristina Morales que el sexo está problematizado y que no nos tratamos como seres sexuales, que la profundidad de las cosas se asocia siempre a la seriedad y nunca al gozo. Estoy bastante de acuerdo. Creo que muchas tías jóvenes tenemos problemas con nuestro placer y que ni de lejos hemos llegado aún a nuestros confines: al tener que defendernos, al tener que desmenuzar —para verlas bien— todas las violencias y opresiones que pueden darse antes, durante y después de un polvo, tal vez hayamos perdido la ligereza. Y el placer también es eso, ligereza. No tener que pensar con la cabeza. 

Puede que ahora mi cuerpo esté confinado, pero no hace mucho lo estuvo mi mente. 

Me gusta pensar que aún lo está, que soy una terraplanista involuntaria de mi organismo y que todavía no he visto la esfera azul en todo su esplendor. 

Puede que hayamos llegado a temer nuestro propio placer, pero cuando empezamos a buscarlo, movidas por la fuerza o por el azar, suceden cosas que van más allá de un simple orgasmo. 

El placer es la ejecución del deseo. 

El placer es el acto de poder más bello y generoso que existe.

Los pronósticos no están claros. Los expertos no saben si después de la pandemia habrá un boom de nacimientos o un boom de divorcios. Si me dieran a elegir, preferiría que hubiera un boom a secas. Como dejó escrito Maurice Blanchot sobre el Mayo del 68, “la comunidad de los amantes tiene como fin esencial destruir la sociedad”. O como diría Instagram, toca para ver más. 

 

 

 

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